Desde la mirada de Juan

Yo era apenas un muchacho cuando me incorporé al grupo de los discípulos que seguían a Juan el Bautista. Él era un profeta hecho y derecho: lo movía la fuerza de la palabra de Dios, era coherente, hablaba con autoridad y no se arredraba ante nada ni nadie, todo el pueblo lo sabía, por eso lo tenían en alta estima. Además, hacía años que no había surgido un profeta en Israel. Yo, personalmente, lo admiraba y lo veía inalcanzable, de una altura espiritual difícil de imaginar a mi edad.

Había otro profeta en nuestro entorno que igualmente comenzaba a ganar simpatizantes. Aunque su presencia era bastante discreta, sus expectativas eran muy altas, se trataba de un tal Jesús de Nazaret, escuché que tiempo atrás había sido también parte de los discípulos de nuestro maestro. Eran tiempos de esperanza avivados por las antiguas promesas libertarias de nuestro Dios, por lo que no fue extraña la separación para conformar otro grupo. En cuanto a mi, el aprendizaje al lado del Bautista llenaba mis anhelos; lo único que llamaba mi atención, era que a diferencia de los que seguíamos a Juan, decían que Jesús escogía a sus discípulos.

Con el paso del tiempo, el grupo del bautista y el grupo de Jesús se fueron fortaleciendo, hasta el grado de experimentar una cierta rivalidad y orgullo de pertenecer a uno u a otro. A pesar de ello, se notaba un mutuo respeto. Inclusive me desconcertaban algunas afirmaciones esporádicas que Juan hacía acerca de Jesús, parecían ir más allá de una simple admiración. No era el único que lo percibía, también mis compañeros, sobre todo los más viejos, les parecía que el Bautista iba decreciendo en su protagonismo y apuntaba hacía alguien mucho más fuerte.

Nuestras incógnitas por fin se despejaron el día que los judíos enviaron desde Jerusalén a sacerdotes y levitas, entre ellos algunos fariseos, para preguntarle al Bautista quién era; el confesó sin negarlo: yo no soy el Mesías. Sólo soy la voz que clama en el desierto… detrás de mi viene uno al que no soy digno de desatarle las correas de sus sandalias… Los emisarios no esperaban que Juan contestara así, tampoco los que éramos sus discípulos. Aquella tarde, después de su inesperada respuesta, la noche fue silencio.

Al día siguiente, todavía desconcertados, Jesús caminaba cerca de nosotros, Juan nos dijo con la solemnidad de un profeta: Este es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Sin pensarlo, atraídos por Jesús, lo seguimos inmediatamente (sólo Andrés y yo). Cuando el Maestro nos vio, lo primero que dijo fue: ¿qué buscan? Una pregunta que aún hoy sigue haciendo eco en mi interior. Lo que se nos ocurrió responder, y quizá lo mejor, por salir espontáneamente, fue: ¿Dónde vives? A lo que nos contestó: vengan y véanlo con sus propios ojos. Ese día la pasamos con él; tengo muy presente la hora exacta en que lo conocimos.

Después de ese primer día vinieron muchos otros, tan variados y distintos; ordinarios y extraordinarios, con el maestro y con el amigo. Seguimos a Jesús no sólo Andrés, también su hermano Pedro y los demás.

Los años al lado de Jesús pasaron muy rápido, muchas cosas no las entendimos en su momento y tantas otras que quizá parecían poco importantes, cobraron relevancia después de la resurrección. Para mi, que era apenas un joven reservado que dejaba la iniciativa a los más experimentados, después de las apariciones de Jesús, surgieron en mi convicciones y fortalezas que jamás hubiera pensado que yo tenía; como si siempre hubiera estado dormido y de pronto despertara para caminar.

Muchos años más tarde, en Asia, junto con una comunidad de hermanos, elaboramos un escrito al que llamaron el cuarto evangelio. Sí, los que habíamos sido testigo de aquella gloria, la que vimos con nuestros propios ojos, la que contemplamos, la que oímos y la que tocamos. La del Verbo que puso su morada entre nosotros, la de aquel que es la vida y la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo.

La comunidad de aquel entonces me tuvo una especial consideración por ser alguien cercano a Jesús, pero no era difícil serlo, el Maestro se hacía próximo y se dejaba encontrar, era parte de su ser. También corrió una leyenda de que yo no moriría hasta que el Señor regresara por segunda vez, pero eso no fue lo que dijo exactamente, Pedro es quien mejor comprendió lo que quiso decir el Señor. Algo parecido difundieron los otros discípulos, porque en la cena antes de la Pascua, como si algo presintiera, me senté al lado del Señor y, a la luz de los hechos posteriores que lo llevaron a la cruz, el significado de las acciones y palabras de esa noche tomaron otro valor.

Otros tres sucesos más me asociaban próximo al Señor: primero, al pie de la cruz estaba María, la madre del Señor; ahí estuve también a su lado cuando él nos habló. Segundo, la mañana del domingo, cuando María Magdalena nos dijo aturdida que se habían llevado al Señor y no sabía dónde lo habían puesto, Pedro y yo corrimos hasta el sepulcro y al ver el sudario y los lienzos en un lugar aparte, me vino de golpe lo que el Señor nos había preanunciado. Entonces, vi y creí. Por último, la aparición del Señor en el lago de Tiberíades. Esa madrugada, Pedro dijo que salía a pescar, la mayoría quisimos acompañarlo. Después de bregar toda la noche no sacamos nada. Al lo lejos, oímos una voz que nos preguntó si teníamos algo para comer, respondimos que no; entonces nos gritó que echáramos la red a la derecha y para sorpresa nuestra atrapamos ciento cincuenta y tres peces enormes, aún así, la red no se rompió. No fue casualidad lo que pasó esa mañana, como un relámpago en mi memoria, reviví la escena de unos años atrás, donde nació el llamado de algunos de nosotros pescadores. Entonces grite muy fuerte: “Es el Señor”. Pedro, el primero, se arrojó al agua.

Me he preguntado muchas veces por que Jesús me escogió a mi si era apenas un muchacho. Encuentro una única razón en mi interior a la luz de la Escritura:

He querido dejar claro, en el libro que ustedes conocen, que fui sólo un testigo como otros, pues si contemplan el vocabulario del cuarto evangelio, las expresiones de cariño y amor que Jesús me tuvo son las mismas que le prodigó a los demás discípulos y, más allá de nuestro grupo, a otros como Martha, María y Lázaro.

En estos pasajes donde aparezco, he buscado, a propósito, que no se mencione mi nombre. ¿Por qué? Porque la voz insistente de la comunidad me ha hecho ver que así cómo Dios le cambió los nombres a ciertos personajes de la Escritura, para darles un nuevo rumbo a sus vidas. Jesús, como a tantos otros de sus seguidores, cambió el mío y lo he reconocido en la voz de mi Iglesia: “el discípulo amado”.

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